Publicado por
Oscar Contreras Vásquez, Profesor de Historia y Geografía
Encuentro con Cristo en la escuela rural de Piruquina y de Tepua:
Los niños nos esperan con sonrisas tímidas que pronto se transforman en risas desbordantes. En sus miradas brilla la curiosidad infinita de quienes aprenden de la tierra y del mar, maestros silenciosos de su infancia. Nos reciben como si siempre hubiéramos sido parte de su escuela, con esa hospitalidad sencilla que hace sentir el corazón en casa.
El eco de sus voces se mezcla con el viento que corre entre los prados verdes y los bosques cercanos, recordándonos que la vida en Piruquina se teje entre naturaleza y comunidad. Nosotros llevamos nuestras historias, canciones y juegos, pero al final son ellos quienes nos regalan la lección más grande: la alegría de lo simple. Cuando llega el momento de la despedida, el abrazo se convierte en promesa. Una promesa de volver, de reencontrarnos con esos niños que, en apenas unas horas, nos enseñan lo esencial: que la ternura, compartida, es también una forma de aprendizaje.
A lo lejos, la Escuela Rural de Teupa se dibuja en el horizonte, y a medida que nos acercamos, sentimos la expectativa en los pequeños ojos que, con cariño, nos miran como en un reencuentro familiar. Nos reconocen como distintos distintos en lo físico, pero idénticos en la entrega y el afecto, somos aquellos que, en años pasados, dejaron sus huellas en esta escuela rural del monte chilote.
En tan solo 15 minutos, nos integramos a esta familia escolar. Los abrazos se multiplican, y las sonrisas agradecidas de los niños iluminan el espacio mientras ríen con el teatro de títeres que preparamos para ellos. En un acto de reconocimiento mutuo, entregamos los obsequios que llevamos, y ellos nos colman de sabrosos manjares chilotes, en un gesto de amor y hospitalidad. La hora del adiós siempre es difícil; en ese momento, la tristeza y la alegría se entrelazan en un mismo espacio comunitario. Nos despedimos con un abrazo gigante, sabiendo que hemos cumplido y que, en este breve encuentro, hemos crecido un siglo.














Museo del Acordeón:
Sergio Coliboro, luthier y músico autodidacta, parece haber nacido del mismo viento que recorre los bosques de Chiloé. Desde muy joven se lanzó a cantarle a la brisa con la valentía de quien busca en la música un refugio y un destino. Hoy, en su taller convertido en museo, repara y exhibe con paciencia infinita cientos de acordeones, esos instrumentos que alguna vez hicieron vibrar bodas, bautismos, velorios, medanes y mingas chilotas.
Cada acordeón que toca sus manos vuelve a respirar, como si el aire atrapado en sus fuelles reclamara nuevamente el derecho a ser música. Manipulados, insuflados y acariciados por el tiempo y la pasión, se transforman en melodías que devuelven la vida a una tradición que parecía dormida. Y entonces, como un duende isleño, Sergio nos envuelve en un torbellino de valses y cuecas. La música se levanta alegre, nos invita a danzar y a dejar que el corazón se mueva al ritmo de su arte. Entre risas y compases, comprendemos que en cada acorde no solo late la memoria de un pueblo, sino también el impulso de seguir explorando la Isla, buscando en sus rincones secretos la melodía de lo que somos.






