Publicado por
Oscar Contreras Vásquez, Profesor de Historia y Geografía
Escuelas de Vilipulli:
En los ojos curiosos de los niños de la escuela multigrado se refleja la sorpresa y la intriga de nuestro encuentro. No venimos solo a mirar, sino a compartir: el aprendizaje se hace mutuo, como un puente que une generaciones y territorios.
Entre risas y juegos, el teatro infantil que les preparamos cobra vida, y en cada regalo entregado va también nuestra amistad, infinita y sincera. La jornada se convierte en una fiesta de integración donde todos somos maestros y aprendices a la vez.
Muy cerca, la iglesia de Vilipulli, Patrimonio de la Humanidad, se alza como guardiana silenciosa de este momento. Sus maderas antiguas parecen bendecir la experiencia, recordándonos que la educación, al igual que la fe y la cultura, es un pilar que sostiene comunidades enteras. En Vilipulli no solo visitamos una escuela: descubrimos un hogar de sueños que nos invita a seguir creyendo en el poder del encuentro y en la magia de aprender juntos.















Curahue:
En la pequeña escuela multigrado de Curahue, apenas seis niños bastan para llenar el aula de sonrisas y para robarnos el corazón. Su sencillez nos envuelve y nos recuerda que la educación no se mide en números, sino en la fuerza de los vínculos que allí se tejen.
Llegamos con regalos en las manos y una obra de teatro preparada para ellos, pero pronto entendemos que lo más valioso no es lo que traemos, sino lo que recibimos. En cada mirada luminosa, en cada risa compartida, nos entregan más de lo que podíamos imaginar: una riqueza espiritual hecha de gratitud, ternura y aprendizaje compartido.
Los juegos y actividades de integración se transforman en un puente de amistad, en una fiesta sencilla donde todos somos parte de una misma comunidad. En Curahue descubrimos que la grandeza no está en la cantidad, sino en la intensidad con que se vive el encuentro.


Museo del Acordeón:
Sergio Coliboro, luthier y músico autodidacta, ha hecho de los acordeones un puente entre la memoria y el presente. En su museo, cada instrumento exhibido parece contener fragmentos de bodas, bautismos, velorios y mingas chilotas, cuando la música era el pulso vital de la comunidad. Con manos pacientes, Sergio devuelve a la vida aquellos fuelles dormidos, insuflándoles aire nuevo hasta que otra vez se transforman en melodía.
Pero su oficio no se limita a reparar instrumentos; también es un sembrador de conciencia cultural. Dice Coliboro que sería bueno que las tradiciones chilotas se enseñaran en los colegios, especialmente a los niños más pequeños, porque son ellos quienes deben recibir desde temprano la familiaridad de lo propio. Para él, los niños deberían aprender desde la infancia a cantar el himno nacional, a bailar una cueca y también a reconocer y entonar con orgullo el himno de Chiloé. En sus palabras vibra una advertencia y una esperanza: la música no debe quedar encerrada en los museos, sino vivir en las nuevas generaciones. Así, entre valses, cuecas y relatos, comprendemos que el legado de Sergio no solo está en los acordeones restaurados, sino en el llamado a mantener viva la cultura para que siga latiendo en el corazón de la Isla.





