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Publicado por
Oscar Contreras Vásquez, Profesor de Historia y Geografía

Isla Aucar:

Llamada también la “Isla de las Almas Navegantes”, Aucar nos recibe como un santuario de silencio y memoria. Un puente de madera, de poco más de un kilómetro, nos conduce desde la isla grande hasta este pequeño territorio donde el viento y el mar parecen hablar en voz baja.

Al caminar, el canto de gaviotas, alcatraces y chucaos se entrelaza con el murmullo de los árboles que cubren la isla. Allí, en medio de esta quietud sagrada, se levantan el cementerio, un parque botánico y la pequeña iglesia dedicada a San Pedro Apóstol, guardián de pescadores y navegantes.

La tradición cuenta que en las aguas que rodean Aucar reposan las almas de quienes un día se hicieron al mar y no regresaron, esperando zarpar hacia el más allá. Por eso, cada rincón de la isla parece susurrar la presencia de aquellos que ya no están, convirtiéndola en un lugar donde lo terrenal y lo espiritual se entrelazan.

Visitar Aucar es contemplar la belleza serena del paisaje, pero también dejarse envolver por la certeza de que en Chiloé la vida y la muerte conviven de manera distinta, navegando juntas como parte del mismo horizonte.

San Juan:

Relata Renato Cárdenas que San Juan fue, en 1567, lugar de paso en la expedición de Martín Ruiz de Gamboa, y que incluso se pensó en levantar allí la primera ciudad del archipiélago. Pero las mareas indómitas de este rincón, que suben y bajan con fuerza impredecible, hicieron imposible aquel sueño. Así, San Juan quedó como un pueblo donde la historia y la tradición conviven en un mismo respiro.

La noche de San Juan se vive como en ningún otro lugar de la isla: con la papa pelada bajo la cama, los juegos de la suerte y el calor de una mesa compartida. En el astillero, los hombres continúan dando forma a barcos de madera como sus ancestros, manteniendo vivo el pulso del oficio marinero.

Allí conocimos también a Armando Bahamondez, hombre de la cultura, que nos recibió con una sonrisa franca y la sabiduría de los mitos y leyendas que circulan como corrientes marinas por Chiloé. Sus palabras nos recordaron que en esta tierra lo mágico y lo real nunca han dejado de entrelazarse. Y como si el día quisiera coronarse con alegría, vivimos en San Juan una verdadera fiesta chilota: el sonido del acordeón se elevaba en compases vibrantes, mientras en la mesa los chapaleles y el pulmay parecían danzar al ritmo de la música. Entre risas, pasos y sabores, comprendimos que San Juan es también celebración, un lugar donde la memoria se enciende como canto y la tradición se convierte en fiesta viva.